Todos
crecimos con hambre de padre. Al mismo tiempo que recibíamos leche del cuerpo
de nuestra madre, había cierta leche invisible del padre que emanaba de su ser.
Todos sentimos algo inefable cuando estábamos físicamente cerca de nuestro
padre y lo extrañábamos cuando se iba. No importaba tanto lo que hiciéramos en
nuestro tiempo juntos. La leche de nuestro padre parecía fluir en nuestro
interior y alimentarnos con su cercanía." Autor de Los príncipes que no
son azules, libro emblemático del despertar de una más profunda conciencia
masculina a comienzos de los años 90, así definía el psicoterapeuta Aaron
Kipnis un fenómeno que los años quizá modificaron en la forma, pero no en el
fondo.
El
hambre de padre deriva de una vieja creencia cultural. Según ella, los hijos
serían un poco más de la madre que del padre, por el hecho de que ella los
llevó en el vientre, los amamanta y, en definitiva., porque es mujer. Varones y
mujeres aceptaron esto durante siglos, sin cuestionarlo. Pero llevar al hijo en
el vientre no es fruto de una elección. Las parejas no acuerdan quién pondrá su
cuerpo para la gestación. Si un hombre quisiera ser el portador, no podría.
Extraer de allí la conclusión de que la madre es más apta para la crianza es
injusto para ambos. Para el varón, porque lo desacredita sin pruebas, y para la
mujer, porque a menudo le duplica la carga. Si en la práctica las madres
terminan demostrándose más aptas, es por una cuestión de experiencia y de
práctica, no de naturaleza. Culturalmente designadas (a través de mandatos
explícitos e implícitos) para liderar la crianza, es decir las cuestiones
nutricias, educacionales, de salud y emocionales de los hijos, terminan
forzosamente por conocer más acerca de ellos que los padres.
Gracias por tu aporte Jorge Broggi
¿Pero
qué pasaría si el padre se levantara cada vez que el bebe llora de noche, si
fuera el que va (sí o sí) a las reuniones escolares, si llevara a los hijos a
todas las actividades diarias, si fuesen los papás los que poblaran las salas
de espera de los pediatras, si se encargaran de organizar y preparar las
comidas de sus hijos y si se sentaran con ellos para hablar de cómo les va en
la escuela, o con sus amiguitos o con sus noviecitas y noviecitos reales o
imaginarios? ¿Qué pasaría si esos mismos papás, después de dejar a los chicos
en el colegio, se dieran unos minutos para tomar un café con otros papás y
hablar de sus hijos e intercambiar comentarios acerca de la tarea paterna
cotidiana? Posiblemente terminarían siendo tan expertos como las madres. La
palabra experto deviene de experiencia y experiencia es algo que se vive, que
no se recoge de oídas, de lecturas o de prácticas ajenas.
Ser
padre trasciende el hecho biológico. Como apunta Kyle Pruett, reconocido
psiquiatra infantil y autor de El rol del padre, paternizar es mucho más que
inseminar, involucrarse activa, consciente y responsablemente en el bienestar y
el desarrollo sano y autónomo de los hijos. ¿Alcanza con proveer
económicamente, fijar normas y administrar castigos y recompensas? Hasta
mediados del siglo XX ello bastaba para ser un padre eficiente. Era lo que
pedía el modelo tradicional de masculinidad. Desde entonces hubo cambios
sensibles en los roles y desempeños de la mujer en la sociedad, también en los
modelos familiares, en los vínculos entre los sexos y, en mucho menor medida,
en los modelos masculinos. Al calor de los mismos se habla desde hace algunos
años de un nuevo padre. ¿Lo hay?
Si se
considera que un buen número de papás cambian pañales, llevan a sus hijos al
colegio o desarrollan con ellos relaciones más flexibles y amistosas, la
respuesta podría ser afirmativa. Pero si queda ahí es superficial y cosmética,
se reduce a imágenes publicitariamente funcionales que no sacian el hambre de
padre. Hasta ahí ese padre sólo tiene de nuevo su parecido con la madre, pero
no se diferencia para integrarse. A la corta, como ocurre, el eje del vínculo
con los hijos sigue pasando por el lugar de la madre.
La
paternidad ofrece al hombre una posibilidad de explorarse a sí mismo y de
ponerse al día con sus necesidades emocionales. Le brinda la oportunidad de
conectarse con lo que es y no sólo con lo que hace, como suele ocurrir con los
varones. Y es una ocasión de bucear en su espiritualidad, sintiéndose parte de
un todo (que incluye a los otros, al planeta y al universo en el que vive) en
lugar de cerrarse sobre la mera respuesta eficiente a lo que el mundo externo,
social y productivo espera de él. "Con un hijo -dice Sam Oshershon, autor
de Al encuentro del padre (clásico estudio de la relación de los hombres con
sus padres)-, un hombre se contacta con las partes más nutrientes de sí mismo;
al entregarnos a nuestros hijos con presencia orientadora, nos sentimos dando
vida, sanamos aspectos heridos de nosotros mismos que nunca fueron bien
trabajados."
Un
trabajo para hombres
Ser
padre es un trabajo. Esto no debería asustar a los varones, habituados al
mandato de trabajar productiva y competitivamente. Sólo que se trata de otro
tipo de trabajo en el cual el alma no puede estar ausente, y en el que los
resultados no se miden en planillas ni en el corto plazo. La recompensa está en
la misma tarea, en la sola presencia. Cuando la labor se cumplió, la
satisfacción de haber dado lo mejor de sí (no en términos materiales) para
contribuir con la formación de una persona autónoma, capaz de mejorar el mundo
con sus potencialidades.
Sobre
estos pilares se ha fundado siempre la función paterna. Si han sido relegados u
olvidados, si las prioridades masculinas se orientaron en otra dirección, al
recuperar la conciencia sobre estos valores no se crea un nuevo padre. No es
necesario. Se trata de recuperar los valores fecundos de la paternidad. Así
como para concebir una vida, hombre y mujer proveen elementos propios,
intransferibles e irreemplazables desde la perspectiva biológica, en el
acompañamiento de esa vida hacia la consagración de sus potencialidades también
ambos son necesarios por igual y ambos hacen aportes diferentes, únicos,
intransferibles e irreemplazables. Esto trasciende a las coyunturas, como puede
ser un divorcio. Nada de lo dicho aquí pierde su significado si una pareja se
separa. Porque si bien es cierto que un hombre y una mujer pueden divorciarse,
nada los autoriza a divorciarse (ni a divorciar al otro) de sus hijos.
Aportar
lo diferente
A los
llamados nuevos padres se les pide bastante y de ellos se espera mucho
(participación, sensibilidad e involucramiento), pero no existen, como advierte
Oshershon, "pautas claras que les indiquen qué significa ser padres,
además de proveer económicamente" (con el agregado de que a esa función se
han sumado las madres).
Si los
papás se limitan a ingresar al espacio doméstico y familiar con las pautas
oficiales fijadas por las madres a lo largo de siglos de administración
educacional, nutricia, sanitaria y hogareña de la crianza, terminarán por ser
buenos o malos imitadores (y como tales estarán siempre sujetos a supervisión y
crítica) o a lo sumo buenos colaboradores. Pero un colaborador no es un
coprotagonista. Y es esto último lo que el padre debe aspirar a ser. Para
ejercer ese coprotagonismo tan benéfico y necesario para los hijos, no hay que
pedir permiso sino establecer prioridades personales y preguntarnos en qué
orden valoramos los espacios de nuestra vida. Ser padre significa resignar para
ganar. Resignar tiempos personales, batallas profesionales o laborales y
espacios sociales. Un padre no es un hombre disponible para todas las demandas
externas ni para todas las expectativas ajenas. No es un hombre soltero en
carrera hacia éxitos laborales, sociales, políticos, deportivos o del tipo que
fuera. Es un hombre llamado a una tarea existencial. De él depende atenderla o
no.
Hay
estudios que muestran consecuencias dolorosas de la ausencia paterna (no
necesariamente física, sino emocional y funcional). Por ejemplo, que la mayoría
de la población carcelaria ha carecido de una figura paterna nutricia y
orientadora. Esto suele repetirse en la mayoría de adolescentes embarazadas. La
violencia juvenil, el bullying, las adicciones en chicos y jóvenes, el
alcoholismo adolescente, las conductas de riesgo, la transgresión de los
límites o la inexistencia de estos y casi todos los tópicos angustiantes que
envuelven hoy a chicos y adolescentes tienen frecuente nexo con esa ausencia o
con una presencia disfuncional. Tampoco en esto los chicos nacen de un repollo.
A su vez
la presencia paterna asertiva, amorosa y responsable tiene frutos. Donde el
padre funciona como tal (y no como un supuesto par que se dedica a compartir
con el hijo travesuras, transgresiones, lugares de baile y diversión, excesos y
lenguajes que no le son propios), los hijos crecen más seguros de sí mismos. La
mirada valorativa del padre afirma lo mejor de la esencia masculina en los hijos
y de la femenina en las hijas. Unos y otras tienen confianza para salir de los
rígidos estereotipos de género y explorar y ampliar sus horizontes como
personas. Cuando el padre está involucrado los hijos tienen mejor rendimiento
escolar. El tiempo que un padre invierte conversando con los hijos o leyéndoles
enriquece las habilidades verbales de estos. Pruett ha comprobado que, en esos
casos, las chicas desarrollan habilidades para las matemáticas y los varones
demuestran talento para las humanidades (es decir, se abren campos que los
estereotipos estrechan o niegan). Un padre involucrado no sólo intelectual y
emocional, sino también físicamente (caricias, abrazos, juegos físicos tanto
con hijos como con hijas) favorece a sus retoños la afirmación, la seguridad y
la conformidad con el propio cuerpo.
El
compromiso paterno genera respeto y el respeto da autoridad. Un padre con
autoridad puede poner límites lógicos y razonables con firmeza y con amor.
Ningún hijo aplaude a un padre por los límites, pero cuando el vínculo está
sustentado por acciones, respeta esos límites porque respeta a quien los marca.
Cuando la figura paterna es lejana ante el desmadre se deberá apelar al
autoritarismo, pues no hay fondos afectivos para hacerlo de otro modo. El
autoritarismo provoca miedo y alienta la transgresión riesgosa.
Presentes
y reales
Un padre
presente alivia la tarea materna sin reemplazarla, sino complementándola. Y
equilibra los espacios de poder en la pareja y en la familia. Agrega otras
visiones del mundo, socializa (función paterna clave), aviva la curiosidad de
los hijos, estimula la imaginación, conecta con la diversidad, permite
descubrir diferentes modos de estudiar, de jugar, de conversar, de interactuar
y, además, los autoriza. Una función paterna, que se cumple de diferentes
maneras a lo largo de la vida, es la de dejar ir a los hijos, empujarlos al
mundo tras haberles provisto información y haberlos entrenado en el uso de las
herramientas propias de ellos. La madre tiende a retener y es el padre quien,
con amor, presencia y asertividad, puede cortar amorosamente ese cordón
umbilical invisible que une a madre e hijo. Esto permite a los hijos madurar,
completar su crecimiento, y a la madre salir de un rol fijo y a veces abrumador
para recuperar y fecundar otros espacios propios en su vida como mujer.
Cuantos más padres se involucren en el rol
que les es propio y necesario, habrá más paternidades reales y menos necesidad
de imaginar otras, nuevas. Ser padre es cosa de hombres y encierra riesgos. No
habría que temerles. Riesgo de equivocarse, riesgo de carecer a veces de
respuestas, riesgo de exponer nuestras partes menos seguras y menos valoradas
por nosotros mismos. Ningún riesgo del que no haya retorno. No se aprende a ser
padre si no es conviviendo con los hijos. En Cartas a mi hijo, una bella
recopilación, el teólogo Kent Nerburn escribe: "No quedé limitado por la
paternidad. Quedé liberado del temor de las limitaciones. No quedé agobiado por
las responsabilidades, las responsabilidades dejaron de ser una carga. La
Naturaleza se puso en orden por sí misma". Un padre presente pone, pues, a
la naturaleza en orden. Y la desequilibra cuando no cumple con su función. Esto no es ni de nuevos ni de viejos
padres. Es de padres.-
Gracias Jorge Broggi por tu aporte
No hay comentarios:
Publicar un comentario